Akila Dignidad

Imagina ser migrante

Por: Bernardo Gortaire  Morejón

Quiero que pienses por un par de minutos en lo que implica ser migrante.

No te pido que abraces mi pensamiento, no te voy a negar tu derecho a pensar diferente.

Pero regálame un poco de tu comprensión, al menos mientras lees estas palabras.

Imagina que naciste en un lugar por un accidente geográfico. Tus padres vivían en un territorio y desde entonces fuiste “ciudadano” de ese lugar. No me voy a meter en discusiones legales sobre el derecho por sangre. Simplemente pensemos que, por cosas del destino tú naciste en un país y desde entonces estuviste obligado a amarlo, a admirarlo, y a ser parte integra de ese país.

Ahora piensa que ese país a ti no te ama, no te admira, no te considera parte integra. Es más, constantemente te priva de tus derechos, te niega tu bienestar, e incluso abusa de ti. Tú sabes que te mereces más o, al menos, que puedes hacer más para lograr merecerlo. También sabes que, sin importar lo que hagas, tu país, ese que por accidente se te asignó al nacer, no te va a dar la oportunidad, incluso te pueden pasar cosas que te impidan siquiera intentarlo.

Entonces decides buscar un lugar más acogedor. Apelas a construir el futuro que mereces, tu trabajo se vuelve la semilla de que algún día puedas sentirte en paz; la recompensa de haberlo dejado todo atrás.

Extrañas a tu familia, a tus amigos, lo que te hacia ser parte de algo. Hasta los sabores se vuelven extraños. La forma en la que hablas puede incomodar; tu música llegar a molestar. Eres quien eras, pero, al mismo tiempo, dejas de serlo. Vives lo que otros no, y pocos pueden comprender lo que es vivir en tu lugar.

Incluso si te encuentras con tus compatriotas, esos que vivieron el mismo accidente geográfico, y que optaron por seguir la misma ruta que tú, nunca lograrán entender tu realidad. Aunque en ellos encuentras un refugio en el anhelo, en esa búsqueda de no olvidar colores, aromas, sabores y sonidos. También en la esperanza de lograr juntos el futuro que no lograron tener en su país.

Todo se vuelve un gran depende. Todos tienen una historia distinta. Los derechos vuelven al simbólico escenario del papel y el buen ánimo de la “autoridad” de hacerlos respetar. Claro, tu nuevo país puede llenarse de discursos sobre lo “respetuosos” que son de ley, lo “ejemplares” que son frente al respeto de derechos, y sobre cómo lideran y defienden la “libertad”. Pero tú sabes que no siempre es tan cierto.

Depende, claro que depende. Algunos te exigirán que te acostumbres, que te aguantes, que demuestres que eres digno de integrarte a ese nuevo país. Tus costumbres y tu cultura serán puestos a prueba, muchas veces vistos como amenaza. Incluso si perteneces al estrato que era defensor de las buenas costumbres y de la cultura en tu país de origen. Pero la mirada desconfiada, el dedo que apunta y el miedo al rechazo, o peor aún a ser obligado a regresar a la que otros dicen que es tu patria nunca falta.

Y claro, siempre ha sido así. El extraño siempre genera desconfianza y es un invitado a la hoguera hasta que demuestre que es merecedor de su calor. Y aún así, aunque algo siempre haya ocurrido, no deja de ser incómodo, no deja de ser doloroso, no deja de ser injusto. Que una persona sea menos que otra solo por el color del pasaporte es algo que conviene solo a unos pocos. Podremos inventarnos algunos números y algunos gráficos, al antojo de justificar lo que queremos creer, la batalla puede ser larga y aburrida. Hasta el punto en el que esos números y gráficos lleguen a manos de personas que no los entiendan, pero que los usen como excusa para lo que ellos mismos quieran creer.

Quiero que piensen un par de minutos como un migrante. Sobre todo, como aquellos que aun estando lejos siguen enviando sus recursos a ese país que los rechazó, muchas veces no solo por su familia, sino porque aman a ese territorio, porque lo creen propio, porque hay algún papel o cuadernillo al que se llama pasaporte en algún cajón que dice, o supuestamente dice, que tienes algo que es tuyo en otro lugar. También te dice que, aunque estés lejos, tienes derecho a reclamar para que las cosas se hagan bien, porque hay una parte de ti que dice “si las cosas mejoran podemos volver”.

Y, sin embargo, sabes que para la gran mayoría no hay retorno. Porque los que controlan ese país, que te cerró las puertas, que te negó el abrigo, que se esfuerza en expulsar a tus amigos y familiares, existe para otros y no para ti. Muchos le tienen miedo, porque saben que donde están no son bienvenidos, que cualquier momento a alguien se le ocurre recordarte lo extranjero que eres, que no perteneces ahí, que tu trabajo no es tuyo, sino que se lo robaste a alguien. Muchos se quedan callados por eso.

El silencio es muchas veces el hogar del migrante. Tal vez ese migrante, por experiencia o por mérito propio, sabe cómo solucionar algún problema, ve con angustia que lo que en su patria falló se está repitiendo, pero no debe hablar, porque hablar es un riesgo. “Y si no te gusta, vuelve y cambia en tu propio país no has cambiado”, pero ¿Cómo? ¿Cómo cambias lo que no te dejaron cambiar? Entonces te callas, porque callarse está bien visto en un extranjero.

Ser humano es hablar, es decir lo que no nos gusta. A los animales se les niega el reclamo ¿Y a los humanos? También. Tal vez así se nos recuerda que no dejamos de ser animales. Nos esforzamos en hablar de civilización, de la cultura, de la sociedad y luego, aunque de forma compleja, volvemos a actuar como manada. El migrante no es parte de la manada, entonces no puede hacer uso de los recursos, no puede dar su visión de las cosas, no debe ser parte.

Y, a pesar de eso, el migrante es el ser humano más humano, porque hace aquello que le permitió a la especie sobrevivir y enfrentar los abates de la naturaleza. Se resiste a quedarse en un lugar donde no puede prosperar. Se resiste a dejarse morir en la angustia de no poder alimentar a sus hijos. Se niega a dejar de soñar. Se niega a verse privado de su humanidad.

Depende, muchos dirán que para ellos no fue así. Muchos dirán que es tomar el camino fácil. Muchos jamás entenderán, pero te pido que, al menos lo intentes.

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