Por Silvana Tapia Tapia1
1 PhD en Estudios Sociojurídicos. Becaria de investigación del Leverhulme Trust en la Escuela de derecho de la Universidad de Birmingham, Reino Unido.
Intentar hacer un balance del 2023, desde una perspectiva feminista anticolonial, frente a la violencia extrema que hemos atestiguado en Ecuador y en todo el mundo, es doloroso. La urgencia y las encrucijadas a las que nos arroja la guerra —entre pueblos, entre estados, entre el poder legal e ilegal— desplazan temas fundamentales, como la implacable (aunque evitable) crisis climática. A corto, mediano y largo plazo, este problema fundamental afectará de forma diferenciada a las mujeres más excluidas.
Además de la violencia sufrida directamente por quienes viven en sus cuerpos la guerra, el despojo y el exterminio —nuevamente, de forma desproporcionada, las mujeres y otras personas subalternizadas—, hemos sentido una ola de censura que promueve la normalización del pensamiento conservador. Expresiones de solidaridad con Palestina, por ejemplo, han sido acalladas incluso en centros académicos cuya carta de presentación ha sido el pensamiento crítico y la inclusión.
En medio de todo, para la ciudadanía es difícil discernir y tomar partido debido a las ráfagas de información caótica que llegan a través de redes sociales, prensa comercial, grupos de mensajería y archivos de imagen alterados una y mil veces. Esto causa rupturas que nos privan de la posibilidad de vivir en una realidad común: una cosa es tener opiniones distintas frente a los mismos hechos y otra es vivir en burbujas incomunicadas donde, dentro de una, lo que se asume como cierto es irreconciliable con lo de la otra. Algunas de esas burbujas son trinchera de ideologías violentas, como la de los “incels” (hombres que perpetúan la misoginia) y otros grupos que promueven el odio y pagan publicidad en redes para alimentar sus cámaras de eco. El modelo de negocio de las plataformas que dependen de nuestra permanencia en ellas sobrevive a través de la perpetuación de la violencia y nuestro sesgo de confirmación.
Estas fragmentaciones se pueden profundizar más a futuro, con el fortalecimiento de las capacidades de la inteligencia artificial (IA). Como ha ocurrido con otras tecnologías que albergan promesas de beneficiar al bienestar de los pueblos, la IA ya nos está mostrando que la carrera por el poder es lo que finalmente le dará forma a cualquier herramienta. Además de las especulaciones que podemos hacer sobre lo que la IA podría crear, la brecha tecnológica y de la información también agravará las desigualdades entre las personas, los grupos y los países más prósperos, y aquellos que son sistemáticamente despojados. Asimismo, el poder y los recursos están cada vez en menos manos. Ya no serán los estados los que mueven los hilos y pueden considerarse “potencias”. Seguramente, en poco tiempo, esa etiqueta será para corporaciones privadas que no están interesadas en proveer seguridad social o facilitar la redistribución económica y política.
Ya en el ámbito ecuatoriano, el año cierra como uno de los más violentos de la historia. Hemos confirmado lo que suponíamos: casi no quedan ámbitos de la gobernanza que no hayan sido infiltrados por el crimen organizado local que a su vez obedece a las élites transnacionales del poder mafioso, patriarcal y racista. Las masacres carcelarias que deshumanizan a cientos de personas continúan, familias enteras y hasta infantes son violentamente exterminados. Los feminicidios aumentan sin control. La violencia xenófoba emerge como una forma execrable de responder al miedo al que viven sometidas las comunidades. Y en ese contexto, la espectacularización de la política, la justicia y la gobernanza, soslaya otras cuestiones de fondo, por ejemplo, la promulgación de una ley que privilegia en lo tributario y arancelario a las elites que ya acaparan recursos, y aplana el terreno para las privatizaciones y la precarización laboral. Ésta, previsiblemente, afectará en mayor proporción a las mujeres. Es tan vertiginoso el ritmo de los acontecimientos, que en cuestión de días olvidaremos lo está pendiente —incluso las cuentas por rendir del gobierno anterior, impopular e interrogado por sus posibles vinculaciones con redes de corrupción y mafias.
Con estos ejemplos de los retos y obstáculos que se nos presentan, es muy difícil ser optimista. Pero quizá la primera forma de resistencia puede ser inmediata: rechazar la atomización y el hiperindividualismo exacerbados en las cámaras de eco de las redes sociales, crear y mantener espacios de deliberación colectiva y cuidados compartidos, salir de la zona de confort para construir comunidad. Seguirle el juego a los algoritmos que no solo nos venden cosas, sino que le dan forma a nuestras mentes, es arriesgarse a ser un mero ente consumidor, con debilitadas destrezas afectivas y pocas opciones para formar redes de solidaridad y auxilio mutuo. Frente a la pesadilla, reconocer que la autosuficiencia es un mito. Frente a la frustración, abrir el corazón y la cabeza a la posibilidad de cuestionar lo que creemos sobre el mundo y las causas del dolor y la desigualdad. Frente a la incertidumbre, la esperanza de que una conversación cómplice sea semilla de la imaginación revolucionaria.